En llegando estos días de enero todo nos volvemos un poco niños a medida que se aproxima la fiesta de los Reyes Magos, pues de una forma u otra miramos al pasado, a nuestro pasado personal, y recordamos aquella ilusión y los nervios, porque no terminaban de pasar los días ni las horas para que llegaran sus majestades de Oriente y nos trajeran esos regalos que tanto habíamos esperado a lo largo del año. ¡Qué tiempos aquellos! ¿Verdad?
Ya no somos niños. La vida corre que vuela. Somos adultos y sé que, en secreto, porque nos da algo de vergüenza, seguimos esperando el regalo que nos sorprenda.
Yo, lo digo sinceramente, no dejo de poner mi zapato esa noche y me acuesto, espero hacerlo también este año, pensando en mis reyes. No sé lo que me traerán este año, pero miren por donde, me voy a atrever a pedirles. Si, les voy a pedir, aunque no he escrito mi carta, por tantos adultos como yo, para que dejemos de vez en vez aflorar ese niño que todos llevamos dentro, para que no nos falte nunca la inocencia, el candor y la ilusión por la cosas -antes era un balón, una pistola o un caballo de cartón ¿se acuerdan?-; ahora abriendo el horizonte, sería la vida, el trabajo, la amistad, los ratos de ocio, los sitios por donde uno jugó a los indios o a los vaqueros y por donde correteamos al "calimbre" o a "payoyo". Todo, la vida en definitiva. La vida, que es el mejor regalo que nunca hemos recibido.
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