viernes, 17 de junio de 2011

POR MARÍA SÁNCHEZ

LA VERDAD NO PECA PERO INCOMODA.
 
Hace mención este refrán al acto de ser francos con un amigo, un familiar o con nosotros mismos. Entre todas las virtudes que pueda tener el ser humano una de las más valoradas es la sinceridad. Procuramos ser sinceros con los demás y, pedimos que éstos a su vez, lo sean con nosotros. Aunque muchas veces, esta demostración de claridad por parte de algún interlocutor con poca sensibilidad,  llega a hacer dañ
También hay personas que hacen gala de ser muy sinceros con los demás y  proclaman,  orgullosamente,  “Yo, lo que tengo en el corazón, lo tengo en la boca”
A mi, personalmente, estos alardes de sinceridad extrema me hacen pensar que rayan en el mal gusto, las ganas de molestar y el hacer daño a la persona que tenemos delante. Pues entre esta sinceridad de la que hablamos y la ofensa, maliciosa, hay una fina raya que lo separa.
 
De hecho, son muchas las amistades que se han roto,  por traspasar ese fino límite. A todos nos gusta ser honestos, sinceros, decir la verdad a la cara pero, la cosa cambia cuándo, los que recibimos esas verdades, como ducha de agua fría, somos nosotros.
 
En esto de, no decir mentiras ni callar verdad, hay que tener mucho cuidado y hacerlo en la medida justa: pues ya dice otro dicho popular que donde las dan las toman.
 
Poco más o menos fue lo que le pasó a Encarnacionita, la de Piletas, municipio de la Villa de Agüimes. Trabajaba la mujer en el almacén de empaquetado de Don Francisco Quintana. Se había puesto, ella misma, la etiqueta de ser clarita como el agua.
Las vecinas y compañeras de almacén también la llamaban la “santa” porque, a la vez que hablaba, mientras acercaba su cara a la tuya como para que la escucharas mejor, se daba golpes de pecho mientras decía a voz en grito como una posesa “porque yo, lo que tengo en el corazón, lo tengo en la boca”
 
Todos la temían  porque, no sólo te soltaba las cosas delante de los compañeros del almacén, también lo hacía si te encontraba en la tienda de Miguelito García o en la de  Juanito Santana. La señora  tenía otra costumbre, no mejor que la anterior, por la que se ganó la enemistad de los vecinos.
 
Le gustaba mucho guiar la vida de la gente cercana tanto, que si te encontraba haciendo la compra se entrometía en todo cuanto fueras a pedir. Si comprabas garbanzas para hacer una ropa vieja ella saltaba enseguida.
 
“No, mi niña arréglalas en rebogao, les pones unas pasas y te salen bien buenas y más baratas” que comprabas el jaboncillo Heno de Pravia, para que la chiquilla se bañara el domingo, también refunfuñaba  diciendo “el jabón suasto deja el pelo como la seda y cuesta media peseta menos, que hay que ir ahorrando: mira que el tiempo muerto está al caer tu mario se queda quieto y esta cuenta tienes que pagarla”
 
Si la pobre victima de sus consejos osaba abrir la boca para defenderse, saltaba Encarnacionita como un gallo kikere “no te enfades, tú sabes que a mí me gusta decir la verdad y soy clarita como el agua. Porque para más INRI  era de aquellas de: haz lo que yo digo pero no me digas lo que tengo que hacer.
 
Mientras  aquella pobre infeliz se vio casi forzada, y por no oírla, a hacer lo que la “santa” le decía, ésta al día siguiente en el almacén, se vanagloriaba y a voz en grito decía” ayer hice unas sopas y una ropa vieja, con un kilo y cuarto de carne que me trajo mi compadre, que no quedó en el caldero ni las raspas”
 
Raro era el día que Encarnacionita no guisara carne con papas, los bistés de los domingos o un arroz con carne. Las compañeras se miraban con asombro ya que ellas la carne la probaban de San Juan a Corpus. Mientras la “santa” las miraba de reojo a la vez que decía “qué carne tan rica me trae mi compadre”
 
Así continúo la cosa hasta que un día,  se dio el caso  de tener  que sacar un pedido de tómate para mandarlo a Inglaterra. El barco salía a la mañana siguiente bien temprano, por lo que  trajeron mujeres de los tomateros para ayudar en el empaquetado. Entre aquellas mujeres venía una que nada más entrar conoció a Encarnacionita. Se saludaron y que si tuntunes que si tantanes, que una habla de aquí y la otra de allá fue pasando la noche.
 
A eso de la madrugada apareció el marido de la “santa” con una lechera llena de sopas; calentitas, oliendo a hierba-huerto. Rosarito, la conocida de Encarnacionita, se extraño de aquello y pregunta  - ¿Quién es la rica que tiene carne para hacer estas sopas sin ser domingo ni día de San Sebastián ni la virgen del Rosario?- Porque eran estos los días más señalados para matar una gallina o comprar un kilo de carne. Encarnacionita saltó enseguida, como rabo de penique “las hice yo, con la carne que me trae mi compadre”
 
Rosarito la mira de arriba a bajo a la vez que le dice “tú compadreee  será Bartolito, el matarife de Ingenio, que de un tiempo a esta parte se runrunea que te estas acostando con él” ¡Para qué fue aquello! se dijeron de la mar a la tierra.
Mientras las compañeras le daban a Encarnacionita un pizco de  agua, más que nada para que tragara el disgusto,  Rosarito le gritaba a voz en cuello “tú sabes bien  Encarnación que yo, lo que tengo en el corazón, lo tengo en la boca”.
 
 La moraleja es que a cada uno le llega la medida de su zapato y, como dice el refrán de hoy. La verdad no peca pero incomoda, sobre todo, si nos la sueltan como chorro de agua fría.

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