viernes, 24 de junio de 2011

Nos lo envía D. Higinio Sánchez

¡SALVE!, REINA Y MADRE DE MISERICORDIA.
VIDA,DULZURA, ESPERANZA NUESTRA. ¡SALVE!
(Salve Regina, mater misericordiae,vita, dulcedo, et spes nostra, Salve.)

Te saludamos, María, y te consideramos la reina y la madre de la misericordia. ¡Qué hermosa palabra, Madre, misericordia! ¡Cuánto necesita de ella nuestro mundo como medicina y aliento!
La humanidad, Madre, es un proyecto que siempre fracasa, pero que siempre se renueva. No se puede creer en el ser humano si no se aplica la medicina de la misericordia. Sólo desde ella hay esperanza y por ella renace la vida, y el alma es capaz de contener y ofrecer dulzura.
¡Salve!, siempre eres saludada y querida por esta Iglesia de la que eres Reina y Madre; que se siente cuidada por tí desde el día en que recibiste aquel encargo en el Calvario y lo ratificaste en Pentecostés.
¡Salve!, bastón del caminante; sombra fresca del cansado y agobiado que se acerca a la fuente de agua viva que es tu Hijo Jesucristo; suave empuje que te anima a seguir para culminar tu destino de entrega y amor en esta vida, que sólo tiene sentido como donación y sacrificio. ¡Salve! la que nos ha demostrado que no hay mayor felicidad que poner la vida al servicio del bien y la verdad, con rectitud de intención, en la búsqueda de la voluntad de Dios.


A TI LLAMAMOS LOS DESTERRADOS HIJOS DE EVA,
A TI SUSPIRAMOS, GIMENDO Y LLORANDO
EN ESTE VALLE DE LÁGRIMAS.
(A te clamamus, exsules filii Evae. A te suspiramus,
gementes et flentes, in hac lacrimarum valle.)

Señora hemos gozado, y seguimos disfrutando en los años que tenemos. Para eso hemos sido llamados a la vida, para experimentar la dicha y el gozo.Pero también hemos experimentado y experimentamos sufrimientos y decepciones. A veces, Madre, nos encontramos de esta manera: gimiendo y llorando, indignados y confusos.
Haznos comprender que somos peregrinos. Danos la libertad del caminante del que no se apega a nada ni a nadie, que siempre aspira a nuevos horizontes, a metas más altas de eternidad y de vida. Danos capacidad de alegría y sana fiesta, que nos ayude a curar heridas y retomar la vida con nuevas energías.
No permitas, Madre santa, que nos enredemos en las cadenas caducas de un mundo de poder y la ambición. Dale sentido a las lágrimas, consuelo a los dolores y confianza en medio de los sufrimientos.
A tí te llamamos, Señora, desde la depresión o la angustia, o desde el golpe afectivo del fracaso. En medio del barranco hondo y oscuro de tantos problemas te invocamos, y sabemos que nuestra voz es escuchada, porque sentimos tu aliento cercano y atento.

EA, PUES, SEÑORA, ABOGADA NUESTRA,
VUELVE A NOSOTROS ESOS TUS OJOS MISERICORDIOSOS.
Y, DESPUÉS DE ESTE DESTIERRO,
MUÉSTRANOS A JESÚS, FRUTO BENDITO DE TU VIENTRE.
(Eia ergo, advocata nostra,
illos tuos misericordes oculos ad nos converte.
Et Iesum, benedictum fructum ventris tui,
nobis post hoc exsilium ostende.)

Es agradable sentirte como abogada, intercesora y medianera de las gracias en el único y gran Mediador que es tu Hijo Jesucristo. Sin renunciar a la justicia y a la verdad, siempre hablas bien de nosotros ante Dios, y nos hablas a nosotros para que encaminemos la vida hacia la sabiduría del Evangelio.
Cristo, tu Hijo, es el Alfa y la Omega, el primero y el último. En sus manos hemos sido depositados en el bautismo, y hacia Él se encamina la vida, si lo permite nuestra libertad auxiliada por la gracia.
Contemplar y convivir con Cristo será la meta de una vida que alcanzará entonces, y sólo entonces, la más plena realización. Estar donde tu estás, María, es la vivienda segura por la que merece la pena hipotecar la vida.
Señálanos a Cristo entre los hitos de nuestra historia, para que caminemos hacia Él y lo encontremos, pronto, cuando nuestra vida terrena termine.

¡OH CLEMENTÍSIMA, OH PIADOSA,
OH DULCE VIRGEN MARÍA!

(O clemens, o pia, o dulcis Virgo María.)

Clemente, piadosa y dulce, Madre de Dios, ¡ eres mi madre, nuestra madre! Todos tenemos acceso a tí, por el camino de la conversión sincera y de la aceptación del Evangelio. La clemencia nos rehabilita; la piedad nos ennoblece; la dulzura nos devuelve la alegría de vivir.
Esta oración, Madre, la hacemos los que en la vida hemos experimentado el cansancio, el fracaso, y la dureza. Pero la hacemos, sobre todo, los que nos hemos sabido levantar; mejor dicho, los que hemos sentido una mano, real y misteriosa, personal y atenta, que nos ha levantado, y nos ha llevado a Cristo, fuente de la gracia y la esperanza.
Eres el motivo de nuestra alegría, el ejemplo sonoro de la pobreza vivida con dignidad, la mujer detallista que sabe cuando hace falta “vino” e ilusión, la faz serena de quien sufre sin perder la ternura y la confianza en el Dios de la vida. Eres la que nunca renuncias a la Iglesia de tu Hijo, la que te mantienes firme en el amor y paciente y atenta para cada uno de nosotros. Ruega, hoy y siempre, por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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