Por María Sánchez.
En
mis años mozos solíamos ir a una chatarra con la esperanza de
encontrar la pieza que necesitaba nuestro viejo coche, al que con un
“trasplante” mecánico continuábamos sacándole provecho unos
días e incluso unos años más, hasta que podíamos comprar uno de
“paquete”. Ir a la chatarra significaba encontrarnos con un
solar, más o menos amplio repleto de coches, ya desahuciados,
atiborrados éstos de repuestos de otros que anteriormente habían
corrido la misma suerte.
Todo
el entorno en sí era un batíburrillo donde se amontonaban; los
parachoques con las bielas y los faros con los amortiguadores.
Normalmente lo poco que se podía encontrar, más o menos ordenado,
eran los neumáticos tal vez porque no era difícil amontonarlos unos
encima de otros.
Por
lo demás era peliagudo encontrar un poco de orden en aquel solar
donde correteaban las gallinas delante de un perro, que en algún
momento, perdió su color de nacimiento para tener ahora uno de
difícil definición a causa del tizne, grasa y suciedad que poco a
poco fue acumulando en su cuerpo.
Era
fácil, eso sí, encontrarnos un nido en el asiento trasero de un
viejo y ya caduco camión Pegaso
del que sólo quedaba la carrocería.
A
la desesperada buscábamos, en aquel maremagnun caótico, la tapa del
delco que nos ayudara a poner en marcha nuestro ya maltrecho coche.
Tal
faena nos llevaba una mañana completa. Primero: teníamos que
buscarla nosotros mismos ya que, en muchos casos, el propietario
sabia que estar estaba pero… ¿Dónde? Segundo: si al final la
encontraba y su intención era llevársela en ese momento se ponía
usted manos a la obra y, destornillador en ristre, se preparaba para
sacarla de las entrañas del motor.
Por
último llegaba la hora del pago. En este trámite se empleaba no
menos de treinta o cuarenta minutos pues, normalmente, se llegaba al
precio final después de un largo regateo que siempre favorecía al
chatarrero y al comprador.
Hoy
en día aquel solar que parecía un cajón desastre, donde
encontrábamos la pieza ya usada que nos sacaba del apuro, ha dejado
de llamarse; “El solar de la chatarra” para denominarse “El
desguace”.
Días
atrás acudí a uno de ellos ya que mi coche pedía, a la
desesperada, un cambio del asiento del acompañante. Puesto que la
cosa monetaria no está para lanzar voladores visité tres de los
muchos que me recomendaron.

A
medida que continuaba mi periplo por estos establecimientos aumentaba
mi sorpresa. Lo que encontraba era un tipo de supermercado donde cada
cosa se encontraba en su lugar exacto. Al entrar encontraba una sala
donde tomaba un número que me daba la vez para ser atendida por un
agradable empleado que, tras mi pregunta, se dirigía, como los
anteriores, al ordenador donde verificaba si tenía o no mi pedido.
El
último que visité puso la guinda a este pastel. Después de coger
el número correspondiente y esperar mi turno, la empleada a la que
hago mi petición, habla por medio de una emisora portátil con la
persona que se encuentra donde están los coches de desguase. La
repuesta es afirmativa y me trasladan en uno de los coches
desahuciados hasta el lugar donde, alineados perfectamente, se
encontraban incontables coches de diferentes marcas y modelos.
De
todo esto, lo que me llamó poderosamente la atención, fue ver la
forma en las que se exhibían un número indeterminado de puertas,
perfectamente colocadas en estanterías, de todos los modelos y
colores que pueda conocerse.
Después
de ver estos cambios no dejaba de pensar en aquel entrañable
chatarrero que conocí cuando, esta mujer hoy madura, no peinaba
canas. El chatarrero al que recuerdo se llamaba Santiago, era alto,
enjuto, de carácter serio pero a la vez buena gente. Su “uniforme”
era un mono azul, una boina ladeada y la colilla de un mecánico
blanco ( 1) pegada,
permanentemente, a la comisura de sus labios.
Ante
este cambio, que veo positivo, me cabe una duda. Si a los
propietarios de las chatarras se les llamaban chatarreros. ¿Cómo se
les debe llamar a los propietarios de los desguaces?
Vaya
mí recuerdo para todos aquellos antiguos chatarreros que tantas
veces no sacaron de un apuro.
(1):
Marca de cigarrillos
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